Ella le dijo que ya no le quería, que no sabía lo que la pasaba pero no tenía fuerzas para dejarle. Era una cosa muy extraña lo que sentía. No sabía si llamarla miedo a la soledad.
Le dijo que estuviera muy cerca esa noche de ella pero que no la tocara. Le dijo que le hiciera un café para pensar mejor lo que hacer y él hizo todo lo que le mandaba porque aún la quería.
Pero la mujer empezó a hacer cosas muy extrañas, como quedarse toda la noche mirando al techo, andar por la casa de madrugada, tomar demasiado café para pensar mejor y llorar en la cocina lágrimas de desamor muy tristes que le encogían el alma a él y al gato, que no sabía ya dónde ponerse para estar tranquilo.
Y pronto dejaron de mirarse porque se consideraban el uno al otro unos extraños sin saber por qué y pronto empezaron a oler el uno y el otro a otra cosa, a un perfume desconocido, a sudores ajenos y ajados. Y ya no se dirigieron la palabra. Pero seguían viviendo en el mismo piso. Hasta que ella perdió el miedo a la soledad y se fue sola a otro sitio donde ahora vive con otro gato y ya duerme otra vez de un tirón. El también vive solo pero ya no nota ese olor raro y duerme más tranquilo en la anchura de su cama solitaria.
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