El agua está muy fría cuando toca la piel de la cara, por las rendijas de las ventanas se cuela un airecillo burlón y descarado. La mirada se queda tonta mientras mira el cielo gris y el ambiente hosco por la mañana. Cuesta levantarse y ponerse en marcha con este tiempo.
Una vez que ha desayunado, algo le recorre por el cuerpo, algo tibio y dulzón: es la idea de que algo le requiere.
Se asoma al ordenador y busca el título de la novela que está escribiendo. Se tira una hora poniendo adjetivos, buscando verbos que indiquen acción a sus personajes. Ha cumplido la tarea, ha volcado un poco de su imaginación para que la narración progrese, para que los personajes sean más duros, más sabios, más desafortunados o más crueles.
Ha salido al aire de la calle y en su cabeza bullen las historias de esta novela que le está dando más de una alegría porque la intriga le hace estar atento a qué pasará después. Sueña con lectores admiradores de su historia y está contento. El maldito frío no le hace mella en su corazón de escritor.
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