Hace un año, después de comer de un día entre semana, me tomaba café con leche en un bar y charlaba con un buen amigo. Acto seguido, enfilaba por la calle de la tienda de lencería y los delicatessen y me ponía delante del ordenador a escribir la historia, la historia que mantenía atenta mi mirada y mi dignidad como persona, pues otra actividad yo no hacía. Y la historia creció y creció cada tarde de modo inverosímil y cuando creía que tenía una historia, no la tuve porque hubo que pensarla otra vez y hacer arreglos.
Hoy he vuelto a pasar por la calle de la lencería; hoy y otros muchos días pero la historia se ha truncado, ya no va, no camina por los renglones, no llega a su fin, que es ser publicada o presentada a un concurso literario. La historia ha muerto: viva la desocupación aburrida de mi espíritu.
Pero haré que esa historia triunfe y pasaré por la lencería con orgullo mientras me miran desde la vitrina sostenes y bragas de maniquíes estupendos.
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