El taxista se vio en un dilema. El tipo se había montado en el taxi y quería ir al monte Abantos, a un mirador que él conocía. En la carretera de La Coruña, le dijo al taxista su propósito: tirarse al abismo. El taxista intentó hacerle ver que eso era una locura pero el hombre decía que se acababa de divorciar y su vida era un infierno. No veía a sus hijos y seguía queriendo a su exmujer que se había liado con un directivo de Telefónica. El psicólogo que había en el taxista buscó una solución: pararían en la gasolinera y charlarían a ver si había una solución a su problema. Y así hicieron. El pobre hombre dijo que se llamaba Antonio y se dedicaba a publicar libros, tenía una editorial. El taxista dijo que había escrito una novela y quisiera que se la publicase Antonio. Al taxista le jodía perder la carrera, así que se inventó eso de la novela, cuyo argumento le fue contando a Antonio sobre la marcha. Antonio se sintió mareado pues no había desayunado ni comido esa mañana. Tomaron una merienda los dos, que pagó Antonio. Dos bocatas de tortilla y cañas. Al final, el taxista se salió con la suya: le cobró la carrera y se hizo amigo de Antonio. Los dos salieron ganando. Antonio, más tarde, encontró a una funcionaria del ayuntamiento y olvidó a su exmujer. El taxista cuenta en la parada la anécdota y sus compañeros se ríen.
A quien mucho tiene, más le viene. Como a esos ricachones que les toca encima la lotería.
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