Había un hombre feliz que miraba el horizonte tan vasto que dibujaba el mar. No era feliz por mirar el vasto horizonte que dibujaba el mar, sino porque estaba solo en la vida. A sus espaldas, en la ciudad, le esperaba una cena tranquila y Dios. La vida no era para él motivo de ninguna prisa ni ambición. La vida para él era ir pasando días frente al mar, solo mirando, solo mirando allá donde se juntaba el cielo y el océano, dos infinitos que le acompañaban más que cualquier persona lo había hecho en su vida. Pero todo cambió un día en que se encontró por la ciudad con una mujer bastante atractiva. Y se unieron en el abrazo del amor los dos. Pero él conoció el sufrimiento al lado de esa mujer; él, que no lo conocía. Y sintió una puñalada honda en el alma al conocer el sufrimiento tan picante, como el pimentón en un embutido demasiado sazonado. Y siguió sintiendo otras cosas: el abandono, la traición, el desprecio. Y un día, dijo a la chica aquella: déjame. Y otra vez hubo un hombre feliz que miraba el horizonte tan vasto que dibujaba el mar.
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