Al final de la cuesta de Moyano, donde se venden los libros de segunda mano, está erigida la estatua de Pío Baroja. En una recurva del Parque del Oeste de Madrid está muy quieta, muy quieta, la estatua de Miguel Hernández. Y en una plazoleta de Salamanca, cerca de una discoteca con futbolín, está medio muerta de risa, la estatua de Miguel de Unamuno. ¿Qué más nos dan estas estatuas y lo que representan? ¿No eran seres humanos que meaban y cagaban como los demás? Algo deben de tener estos tres literatos y otros literatos a los que se les pone una estatua en determinada sea la parte de la ciudad para que nos percatemos de que su recuerdo importa para esa ciudad. Llegará el día, si no ha llegado ya, de que no nos interesemos por esta gente de la cultura y de los libros que escribieron, pues ya no los lee nadie y, acaso ya ha llegado el momento de que no los lee nadie fuera de gente universitaria o algún bachiller de los que no copian en los exámenes. Y eso es lo que les pasará a estas estatuas: la gente del común que pase cerca de ellas no leerá quién es el personaje que representan para no darse cuenta de su ignorancia. Así, uno leerá al pie de la estatua: "Miguel de Unamuno" y, no sabiendo quién fue y no habiendo leído ni un libro suyo, dirá: "será algún alcalde famoso". Y lo dirá a sus hijos iletrados por las malas leyes de educación o a su mujer y todos quedarán contentos con la aclaración falsa y peregrina del padre de familia. Y entonces, el padre de familia irá leyendo letreros de otras estatuas, como la de fray Luis de León en la plazuela de la universidad de Salamanca y, como un fraile no es susceptible de ser alcalde y como no sabe qué quiere decir eso de fray, dirá el hombre, con pura lógica: "será el arquitecto de la universidad." Y así quedarán en la familia las explicaciones del padre si algún libro no le desmiente el día de mañana.
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