En esta España pequeña y esclava, todos somos unos hijos de puta porque ser un hijo puta en España está a la orden del día. Cuando yo era un chaval, llamar hijo puta a alguien sonaba como una tralla y era la espoleta con que comenzaba una pelea.
Llamar hijo puta a alguien era una ofensa muy grave cuando yo era más pequeño. Ahora, el que va delante de tu coche, pasa a ser un hijo puta porque sí; el que te pisa un pie, ya es un hijo puta. Cualquiera puede ser un hijo puta, cualquiera puede proferir esa palabra por el motivo pequeño que sea.
Camilo José Cela tiene una novela que nos va dando las siete señales del hijo puta. Son aleatorias, Cela se las inventó para un personaje pero la verdad es que yo he conocido narcisistas que me despreciaron a los que les convenía semejante insulto.
La gente debe pensar que cuando una palabra se dice mucho termina por no decir nada y es mejor buscar en el diccionario mental de cada uno términos que se ajusten sin tanta violencia para adjetivar a una persona: abusador, dictatorial, psicópata, malvado dicen con más precisión lo que dice hijo puta con tanta violencia.
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