En el pueblo se vive tranquilamente. Se puede tener ordenador y conexión a internet, se puede ver la tele sin ruidos del exterior porque en el exterior no hay nadie, solo algún perro vagabundo que no se atreve ni a ladrar. Los vecinos se respetan unos a otros y respetan sus horas de silencio e internamiento en casa. Del único sitio que salen voces es del bar y a veces, ni eso.
O sea, que en el pueblo en que yo nací, cunde el silencio como una capa de nubes grandísima que se cierne por todos los tejados y casas y hace que la gente esté acostumbrada a eso, al silencio, a la soledad, al recogimiento. Como si todo el pueblo fuera un inmenso convento.
A mí, en Majadahonda, me gusta salir a la calle y encontrarme a alguien con quien charlar y pasar un rato, no digo descojonarme porque es imposible. Si pudiera conseguir eso en el pueblo y luego disfrutar de mi recogimiento silencioso, me iría al pueblo, a pasar unos días. Lo que pasa es que mi hermano se quedaría sin cocinero.
El silencio de la tumba, búscalo de vez en cuando en vida.
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