Soltando la pena como si se tratara de una meada desahogada frente a una farola, Marta lloró amargamente en su habitación. Cuando dejó de llorar, hizo las maletas y se fue en el primer tren a otra ciudad, una ciudad besada por las aguas del Mediterráneo.
En el tren recordó el injusto trato que se llevó de su propio padre.
En esa ciudad, un joven que huyó del yugo paterno haciéndose profesor la conoció sirviendo mesas en un rincón amable, en una plaza acogedora y mayoritaria, donde Marta enjuagó sus penas mientras la brisa del mar le fue soltando el pelo, la memoria, la pena de la otra ciudad donde cogió el tren.
Se hicieron novios el profesor y la camarera Marta y fueron a la playa muchos domingos y Marta estaba asombrada de que existieran hombres así y Mario, el profesor, estaba asombrado de la paciencia infinita que destilaba el corazón de Marta, que hacía juego con el rumor del mar y la brisa que azotaba sus rostros tan constante, tan suavemente mientras se daban un beso sentados en la arena.
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