Cuando yo era profesor y tenía que explicar mi propia lengua a los alumnos procuraba que la pobrecita lengua a la que castigamos todos los días sin saberla usar con sinceridad, con eficacia y civilizadamente, no se hiciera desagradable a los mismos.
Si yo explicaba el adjetivo y el verbo, pongamos por caso, daba unas nociones teóricas de ambos que no abrumaran al alumno. Después le pedía que escribiera una pequeña redacción en la que describiera un objeto que hubiera en el aula y narrara una anécdota referente a ese objeto. Descripción y narración. Adjetivo y verbo. Podría complicarlo más si le dijera al alumno que escribiera de forma subjetiva un deseo sobre ese objeto en cuestión y así se emplearían los modos del subjuntivo verbal.
Es cuestión de poner en práctica lo aprendido, no que lo aprendido pareciese un cúmulo de fórmulas inhóspitas de uso.
Las redacciones eran, por lo general, muy malas. Pretendían cubrir el expediente. Pero siempre había alguna excepción que dejaba un regusto literario fino. Alguien había captado la idea y había empleado un lenguaje elaborado, había seleccionado los adjetivos, había empleado unos verbos adecuados para narrar un hecho y se había cumplido mi misión. Leía en clase esa redacción y la explicaba. Con redacciones posteriores, alguien más se sumaba al carro de poner por escrito lo teórico y todo rodaba gracias a la ejecución por los alumnos de un complejo teórico que, si solo se memorizaba, no tenía sentido.
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