Todos somos carne de cañón en cuanto que morimos. Hay personas que, ante la muerte, se recogen en un moralismo individual y propio y no cometen malas acciones por si hubiera un cielo en el que entrar. Otros son más radicales y niegan la existencia de la vida después de la muerte y sueñan con una revolución y una dictadura del proletariado que consiga el cielo en la misma Tierra. Otros andan titubeando y no saben muy bien a qué carta quedarse y dan la razón a los religiosos y a los revolucionarios según los convenga. Y hay gente que hace el mal por doquier para llevar en la Tierra una vida de lujo con lo que roba y con lo que mata. Los hay también que niegan la vida ultraterrena pero no se atreven a hacer malas acciones terribles, radicales y entonces, se dedican a menospreciar a aquellos que creen en algo y a aquellos que hacen el bien. Y estos que no creen en nada son los peores pues no se les ve venir y siempre andarán jodiendo la vida a los demás y no creerán en nadie ni en nada y no tendrán moral alguna y serán unos analfabetos de la ley de Dios y humana y morirán sin haber creído nada más que en lo que veían y tocaban y nunca se tomaron la molestia de ver si había algo más en qué creer y el dinero, solo el dinero, será su guía en este mundo.
El que se atiene solo a lo visible, a lo que existe,
corta las alas a lo maravilloso, a lo sobrenatural, a Dios.
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