Las tapias del convento ocultaban las actividades de las monjas: chocolates, pasteles, cría de perros, espionaje, captación de personas a la fe católica, tráfico de estupefacientes, etc. Las monjas vivían muy bien y encargaban al panadero del pueblo que les asase un cordero o cochinillo de vez en cuando. Las monjas se lo montaban muy bien según el parecer de la gente del pueblo del que el convento distaba cuatro kilómetros. Las monjas hacían de todo y para todo tenían maña. No había ninguna novicia entre ellas, todas eran veteranas. La vida del convento transcurría entre píos de gorriones por las mañanas y ladridos de perro por las tardes. La vida era bonita en el convento. La vida en el convento merecía la pena por sus satisfacciones. Hasta que llegó el nuevo obispo.
El agua se hizo amiga mía, se hizo como yo, se hizo de nuevas
y pronto discurrió por los receptáculos que la aprisionaban.
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