Miró su reloj digital. Hojeó un periódico. En la pobre sala de espera, los enfermos mentales, viejos o jóvenes, acompañados o solitarios, esperaban su turno. Jugaban con sus móviles u ojeaban unos papeles. Todos tenían caras hoscas, de preocupación o de cansancio por la espera.
Miró otra vez su reloj y pensaba que ya le tocaba. Entonces oyó la voz de su psiquiatra en el pasillo. Su psiquiatra era joven, decidida en sus expresiones. El enfermo habló y dijo que estaba triste, que no hacía más que fumar, que se sentía solo, aburrido, cansado y enfermo. La psiquiatra intentó comprenderle pero en cuarto de hora de entrevista no tenía soluciones válidas que ofrecerle. Le aconsejó ejercicio, le dijo que fumara menos, le dijo que tenía a sus padres.
El enfermo no logró esbozar una sonrisa cuando la psiquiatra aventuró un chistecito. Con un deseo iluso de mejora, le fue rellenando recetas. Le recetó un medicamento nuevo. La psiquiatra le despidió deseándole que se animara y disfrutara de la vida. El enfermo mental llegó a casa sin alivio ninguno. Pasarían días deprimentes. La enfermedad era así.
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