Los grandes árboles mecen sus ramas como si fueran niños chicos, arrullándolas y componiendo pequeñas rimas con el rumor de las hojas al tocarse. Un rumor fresco de raros ecos.
En la pradera, un hombre que cuida la ermita mira la gente que da vueltas y se asombra de la paz que impera allí.
Los cerros allá lejos parecen decir que guardan la paz de este santo lugar. Aquí vivieron santos, almas que coincidían en Dios y que en el rezo se unían a Él con todas sus fuerzas.
Pero los que vienen ahora a contemplar este sitio imperturbable casi siempre portan cámaras de fotos, gritan y alejan con su poco decoro todo lo santo que aquí vive entre los árboles, entre las cruces, entre los arcos de la pequeña ermita.
El hombre que cuida la ermita los quiere ver lejos y prefiere a las beatas que con su silencio devoto y respetuoso sólo turban un poquito el ambiente con sus rezos tranquilos.
El santo lugar quiere silencio y paz. El mundo trae voces y falta de decoro.
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