La Gran Vía de Madrid está atestada de turistas. Los altos edificios color crema, color ceniza, color blanquecino se alzan como si se quisieran tragar todo lo que avanza desde la Plaza de España a Callao. Los laterales de esa vía lucen de remates simbólicos como leones, ángeles, diosas que blanden una lanza expresando victoria en la cúspide de estos gigantes de la arquitectura civil.
Yo voy andando por una acera y me voy fijando principalmente en esos cuerpos que hizo la naturaleza casi divinos para que se queden preñados, para que engendren hijos que perpetúen la especie.
También me fijo, por su extravagancia, en algunas personas que van vestidas de formas raras o van dando gritos o van en patinete o van diciendo lo que sus ropajes y cosméticos dicen de barroco y llamativo.
A los lados de la acera, aparecen las puertas de restaurantes caros, por estar establecidos en tan formidable lugar de Madrid.
Los turistas duermen, comen y fornican alegremente en las habitaciones de hoteles de esta concurrida calle. Da gusto pensar en las carnes de esa alemana que se cruza conmigo tumbada en una cama esperando mi acometida mientras el gentío pasa por las anchas aceras, anchos mundos de la Gran Via de Madrid.
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