Cuando uno se levanta por la mañana, ve los requerimientos de la casa (hay que hacer las camas, hay que hacer comida, hay que limpiar el baño, hay que barrer y fregar el suelo, hay que pasar el paño por los muebles, hay que ir a la compra...)
Luego vienen una serie de requerimientos personales quizás más peliagudos porque nos incumben a nosotros mismos y la voluntad es débil y el vicio, fuerte (hay que dejar de beber, de fumar, de trasnochar, me tengo que arreglar la boca, a ver si me apunto a ese curso tan importante...)
Y si en la casa habitan niños, todo resulta más incómodo, más atareado porque los requerimientos de los niños son odiosos, inevitables y tiránicos. El niño pide y pide sin consideración.
Y si hemos cumplido con la casa, con nosotros mismos y con los niños, nos sentamos en un sofá durante un rato hasta que el carrusel de lo doméstico se pone en marcha otra vez. Y no para.
Dice un refrán: ahógate o nada. Pero nadar cansa mucho y termina uno ahogado.
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