Si viniera a nosotros la fuerza inmensa e inocente de nuestra infancia, ese eco lejano que está en nosotros ya dormido, regresaríamos al reino de Dios en que estuvimos cuando éramos niños. Pero ese mundo no regresa y ya nos arrastramos por la vida como reptiles indefensos ante la vida, ya no somos más que una piel que ha mudado tantas veces que somos irreconocibles a los ojos de Dios. Porque en la infancia es donde estuvo nuestro paraíso perdido. Cuando montábamos en bicicleta por primera vez, cuando íbamos de pesca para toda la tarde, cuando reíamos por apenas nada con nuestros primos en la plaza llena de gente, cuando vivíamos para los demás gratuitamente. Eso no volverá pero hay que tratar de que vuelva como un bumerang que nos traerá la dicha si nos mostramos dóciles a la vida, no llenos de los artificios de la adultez estoica y fea.
Los niños se convierten en adultos y los adultos en nada.
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