El lunes pasado, después de comer, tomar un café prolongado por una conversación amena, me dediqué a mis tareas: novela, blog, lectura, reflexiones... y serían ya las 7 de la tarde, cuando me entraron unas enormes ganas de cambiar de lugar mediante un vehículo a motor si fuera posible.
Pensé en el coche de mi novia pero no sé conducir, pensé en mi bicicleta. Mis piernas no eran suficientes para trasladarme lejos, quería oír en mis oídos, mientras me alejaba, el ronroneo que hace una máquina tragando kilómetros. No podía ser.
Pero las ganas de trasladarme, moverme de un sitio a otro, huir, al fin al cabo, persistían. Pensé en un taxi y en un autobús. Pensé en un pueblo de la sierra cercana. Pensé en la carretera de La Coruña, pensé en descuartizar cien euros en kilómetros pero no hice nada de eso.
Me quedé en casa muriéndome de ganas de distanciarme de mi ciudad por unas horas y escribí una historia que no me consoló de tenerme que quedar quieto como un Tancredo. Echar a andar es lo más duro del caminar.
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