Acababa el verano y Samuel estaba nervioso e irritado. Veía una mujer con perrito y para sí les deseaba lo peor y echa pestes de cuanto veía: niños gritones, viejos lentos y achacosos, mujeres mal vestidas, inmigrantes con su teje maneje idiomático extraño y sus costumbres raras, la médica que le atendía en la consulta; su cabeza no paraba de decir: puta guarra, niño asqueroso, perrito del demonio, moro mierda, chulito de playa, etc
Hasta que se encontró un lugar donde reposar sus malas pulgas. No pasaba ni un coche, no había ruidos ni gente. Había un silencio y una soledad inmensa. Era el cementerio. ¿Cómo lo habéis adivinado?
Y empezó a decir: tú, Antonio Porras Heredia, al que tus hijos no olvidarán jamás, eres el mejor porque no das ni un ruido aquí metidito. Y se fumaba unos cigarritos allí sentado y cuando había visita, disimulaba una llantina frente al panteón del tal Antonio Porras y esperaba a que se fueran esos malditos familiares o conocidos del difunto. Un día estaba en la gloria frente a una tumba y vino gentecilla del común a depositar unas flores.
-No le conocemos.
-Soy un primo lejano, de cuando (miró el nombre en la tumba: Luis Centeno Oliva) el pobre Luisito anduvo por León.
-¿Sí?
- Es una historia muy larga, el pobre Luisito tuvo unas aventuras en León...
Y se marchaba escondiendo la cara y se iba a otra tumba silenciosa a hablar con otro muerto callado y respetuoso. El cementerio se convirtió para él en un paraíso de gente educada, callada y rememorativa.
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