Ha caído un chaparrón otoñal propio de otras latitudes (la gota fría). Yo prefiero lo típico del otoño: una lluvia fina que parece no tener fin, que va calando tranquilamente el ánimo de la tierra y de sus habitantes hasta hacerlos sumisos y blandos como el pan, como los bollos que nos comemos al desayunar. Ya ha dejado de llover. ¿Para que queríamos esta intempestiva presencia del agua? Para salir corriendo unos minutos y luego ver cómo deja, como se mueren las esperanzas de mojamiento terco y denso de la tierra.
Yo no quiero lluvia de minutos. Quiero lluvia enfermiza, lenta, fina, que cale constantemente las almas de los pecadores que somos, de lo tristes que somos y salir al campo y mojarme y salir a por el pan y mojarme y salir del país y seguirme mojando. Una lluvia eterna y poquísima, sí, pero que moje todo el globo terráqueo hasta dejarlo escurriendo durante todo el año. No me gustan las lluvias que hacen una aparición como en el teatro, a lo loco y espectacular sino la paciencia de la lluvia trabajadora, trabajadora lenta y persistente.
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