Me miraba con un poco de luto en las pupilas. Se puso de pie y dijo que las ancestrales muestras de cariño se acabaron para siempre: solo quería dinero. Entonces, pensé en lo larga que había sido su estancia en el sur, en los restaurantes del sur de España. Y le dije que no quería su presencia delante de mí. Y luego dijo: quiero un lenguado, me muero por un lenguado. Y se fue. Se olvidó del dinero por un tiempo. Pero luego volvió con la obsesión del dinero en la cabeza y le dije otra vez: el dinero no está, no es para ti. Y se puso a llorar y llorar y ya no sabía yo si esa caricatura de hombre era un enfermo de sus caprichos o un estúpido. Y llevábamos nueve años en la ciudad.
El dinero vuelve tonto a cualquiera.
Más al que ya lo era.
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