Un niño, que era inocente, le preguntó a su maestro sobre la clave de resolver los problemas. A lo que éste le contestó que no se preocupara de ese asunto, sino de hacer lo que le mandaba, que era leer y aprender números, además de retener todo aquello que pudiera. Y no sólo eso, sino de leer y aprender números por sí mismo. El niño agachó la cabeza y entendió, pues era inocente. Otro, más osado, le preguntó que si eso serviría de algo a lo que el maestro le ofreció la puerta. Otros, los más, intemperados, necios y desnaturalizados, pues estaban ya echados a perder se fueron detrás a jugar y a hacer el gamberro. Y el maestro dividió las clases entre RECREO y ESTUDIO. Se quedó en el quicio de la puerta todos los días para ver si los niños se hacían humildes, juiciosos y mansos. Mientras, su alumno preferido aprendía, él solo. Se acabó el curso y se aprovechó algo: diferenciar.
Los necios, de tan pomposos, estorban en demasía.
Un insensato es cruel consigo mismo, luego con los demás.
Un imprudente merece caerse y darse con la cabeza.
Me vas a decir a mí, dice el que se lo dice todo así mismo, se autoproclama y se adorna con alabanzas a su propia persona.
No sabes lo que dices, corta corajudamente e inexpresivo el hipócrita que no sabe ni quien es.
A lo poco que sabe el ignorante añádasele la suerte, la idolatría, y la hechicería y tenemos un personaje típico de los tiempos oscuros.
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