Mariano tenía que cuidar de su madre. Su madre estaba muy mal: retenía líquidos, meaba con dificultad, tenía una pierna casi inservible. La ayudaba en todo. La compraba de todo. Pescado, carne, verduras, legumbres. Se tiraba la mañana guisando unos garbanzos, si eran del gusto de la madre. Una enfermera venía dos días a la semana a verla. La enfermera la consolaba un poco. Un día, la madre se fue con sus nietos a su pueblo de Cuenca. Creía que sería la última vez que vería su pueblo y así fue. Cuando llegó de su pueblo a la ciudad, empezó a fallar de una cosa y de otra y murió una noche que dio mucha tabarra. Mariano ya no tenía razón de vivir sin su madre. Se aburría enormemente. No sabía dónde ir, qué hacer. Fue al centro de los mayores a jugar una partida a las cartas pero se sintió extraño. Hasta que un día, se lanzó a andar por un camino rural. Y se sintió bien andando. Y así, Mariano hizo kilómetros andando hasta que se cansó por viejo. Ingresó en un residencia donde había una enfermera muy guapa y muy buena. Allí pasó sus últimos días.
La armonía del mundo cabía en uno de tus versos.
La armonía de Dios andaba en tus poesías.
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