Eleuterio se puso malo. Le entraron unas melancolías fuertes. Las pastillas ya no le hacían nada. Estaba solo a todas horas del día. Eleuterio lo pasaba mal. Así que se fue a Madrid a pasear. Paseó un largo paseo por una avenida grande. Vio rostros, rostros como el suyo. Perecía que su rostro de insatisfacción y pena se reflejaba en otras caras que pasaban raudas de frente a él. Y empezó a pensar que no era solo él el que sufría, que había gente peor que él a juzgar por la desolación que había en los semblantes que venían de la avenida y se cruzaban con él. Bien es cierto que la mayor parte de esas personas con las que se cruzó estaban alegres, iban haciendo planes con el móvil en la oreja, iban felices de oír una voz amiga, iban llenas de planes de futuro. Parecía que Eleuterio carecía de futuro. Pero no era así. Todo ser humano tiene un futuro aunque no quiera. Eleuterio llegó a casa, se tomó un café y empezó a escribir una novela que le daría mucha fama tres años después.
El agua se hizo amiga del aire.
Y las dos fueron poderosas formas de amar el mundo.
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