Una vez estuve con mi exnovia a Salamanca. Al cabo de dar una vuelta por la ciudad, ya me sentía agobiado y triste en aquella ciudad. No tenía nada que decir a mi exnovia porque mi exnovia no entendía mi sufrimiento moral. ¿Qué padecí yo ese fin de semana en Salamanca? ¿Depresión? ¿Abulia? ¿Enfado? ¿Displacer? Todas esas cosas a la vez. Yo me acuerdo que me sentaba en un banco a fumar un cigarrillo y esa actividad de inhalar humo y exhalarlo era el único consuelo que tenía. No recuerdo mucho qué hicimos en la ciudad: sobre todo, pasear, pero todo me resultó absurdo, repetitivo, difícil de vivir por la calles aledañas a la plaza mayor. Me había cansado de mi exnovia, me había cansado pronto, muy pronto de la ciudad y me había cansado de los temas que me contaba mi exnovia: cosas de su familia que me agotaron psíquicamente. Yo quería que pasara pronto el tiempo y largarme de allí. El viaje de vuelta fue un bálsamo para mí, pues fui viendo el paisaje por la ventanilla, íbamos hablando de cosas intrascendentes, todo el escenario había cambiado y por ello, los parlamentos del teatro que vivimos ella y yo. Qué alivio. Hoy, cuando me levanto, noto es abulia, esa desidia, esa depresión leve, pero no tengo carretera con que quitarme la sensación odiosa de estar siempre en el mismo lugar.
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