Breve
memoria.
Las
circunstancias sociopolíticas de los años 80 y 90 venían determinadas por el
paro. Había mucho paro y la vida estaba difícil, de modo que los padres
comprendían que lo mejor para sus hijos era que hicieran una carrera antes que
ponerse a trabajar en cualquier empleo temporal y mal remunerado. Por eso yo
fui a la universidad, como tantos otros que engrosábamos las filas abarrotadas
de estudiantes de aquellos años. Hubo algunos que se tomaron a broma lo de
estudiar y ni siquiera aprovecharon la oportunidad que se les daba y a lo mejor
cayeron en el mundo de la droga, pero yo a esos no les seguí la pista. Lo que
sé es que por aquellas fechas hubo mucho paro, mucha droga y mucha
delincuencia.
Yo
no sufrí la delincuencia ni probé la droga. Yo probé los libros que me compraba
con las cinco mil pesetas que me daba mi padre para la semana.
Leí
algunos libros interesantes y reconocidos por la cultura dominante, pero
ninguno me salvaba del miedo a no tener trabajo después de acabar mi carrera de
Filología Hispánica. Como la lectura empuja a escribir, yo escribía, pero no
con la constancia suficiente como para acabar una novela buena o mala, que eso
tanto daba.
Yo
me metí en un edificio lleno de aulas, donde a veces no cabíamos todos, a que
me dieran la charla unos profesores convincentes en algunos casos y en otros,
no. En aquella época daba la impresión de que se hacía lo que se podía con lo
que había, que no era mucho ni muy bueno, la verdad. Eran tiempos de crisis
como los que hay ahora pero ahora parece que la crisis aprieta más, se parece
en mayor grado al crack del 29, según dicen los que analizan la economía. Da la
sensación de que en España se está siempre en crisis, si no es por unas cosas
es por otras. En las aulas se estaba abrigadito mientras fuera hacía frío y eso
era muy reconfortante algunas veces que me daba por mirar por las cristaleras
mientras el profesor hablaba de Juan de Mena o de Fernando de Rojas, autor de
“La Celestina”.
En
una ocasión en que me iba a sentar en un pupitre de los de delante para oír
bien, se me acerca un menda y me dice: “hola, me llamo Leandro” y me tiende la
mano. Yo le di la mano y le dije mi nombre y empezó ahí una amistad, de esa
manera tan sencilla. Antes de que viniera el profesor le dio tiempo a decirme
que era de Toledo y que quería hacerse director de cine. Yo le dije que a lo mejor
yo acababa de taxista pues mi padre era dueño de un taxi pero que mientras,
pensaba acabar la carrera, que me gustaba esto de las letras y tal, que
escribía cosas...Vino el profesor y nos callamos.
Me
parece que después de las clases fuimos al bar, pero estuvimos poco porque este
chico se tenía que ir corriendo a no sé qué curso. Apenas hablamos de nada.
Los
días siguientes nos vimos y él me contó cosas de su pueblo y yo del mío que,
bien mirado, se asemejaban mucho. El caso es que yo, los fines de semana, por
aquello de que mis padres eran muy mayores y yo no quería ser rebelde con ellos
y hacer mi voluntad porque casi no la tenía por aquellas fechas, me iba al
pueblo con ellos en el taxi. Allí tenía una bicicleta con la que daba vueltas,
largas vueltas a otros pueblos parecidos al mío.
Yo
leía los libros que mandaban los profesores, en castellano antiguo, de temas
aburridos de amores, de héroes, de escribanos y toda esa patulea que debió
existir en España antes de hacerse moderna, allá por 1975, cuando murió Franco.
Yo
nací en el 69; o sea, que poco me enteré de lo de la Transición, pero veo por
documentales que estuvo bien aquello, con todos sus defectos.
Yo,
en materia política, me arrimo a las derechas, aunque suene mal, porque son más
serias que gente que trabaja poco y mal y no pide más que derechos y monta
huelgas. Que digo yo que gente como esa desprestigia a los políticos de bien
que haya en las izquierdas. Me desvío del tema y no quiero, que, al final de
todo, la política para los políticos, que siempre lo he dicho. Las veces que he
discutido de política, nunca me han dado la razón, no sé si porque no entiendo
o porque en realidad me interesa menos que a otros como mi cuñado, que muere
por la política y es de los que dicen que la política lo es todo en la vida,
desde que te levantas hasta que te acuestas. Dejo el tema.
Mi
amigo Leandro escribía en las horas muertas de estudio unos poemas que
mezclaban los ojos furibundos de un dios sutil con los ramajes hipócritas de
las galaxias neutras de un cocodrilo. De modo que yo le dije que no entendía su
poesía y dudo que hubiera mortal que pudiera y me puso la excusa del
surrealismo. Tampoco discutimos mucho sobre la poesía porque no sabíamos
ninguno gran cosa de ella; lo que pasa es que yo, la poca poesía que escribía,
se atenía a la razón, siendo mala.
Un
día me sorprendió Leandro cuando vino acompañado de una chica muy mona, de la
que nunca me dijo cómo la conoció. El caso es que anduvimos un tiempo los tres
juntos parloteando por la facultad hasta que, a esta chica, de la que no
recuerdo el nombre, me pidió que le hiciera un trabajo individual que nos había
mandado un profesor. Yo le dije que no se lo hacía y que no insistiera porque
yo no iba a ceder a hacérselo.
“¿Cómo
eres así?”, me dijo Leandro. Yo le dije que se lo hiciera él, pero arguyó que
no tenía tiempo porque tenía que estudiar inglés. “¿Pues no es tu amiga?”, le
dije yo. Empezó a decirme que se estaba preparando para no sé qué escuela de
teatro y cine y que no tenía tiempo de nada. Me terminó cansando él y su
amiguita. Al día siguiente me senté en la última fila, lejos de ellos dos.
Leandro vino a templar gaitas, pero yo lo rechacé, no de malos modos, pero lo
rechacé.
Cuando
yo iba al pueblo, me dedicaba a jugar al fútbol en el juego de pelota donde, si
no ponías cuidado, te dabas con el frontón. Siempre había algunos que tenían
que ganar siempre y otros, agachar la cabeza, pero se pasaba el rato. Lo bueno
venía después, unas cervecitas en el bar y unas risas a cuenta de cualquier
cosa. Luego, a la noche, con el ejercicio, dormías como un bendito.
Cuando
tocó leerse “La Celestina” me di cuenta de la sabiduría y pesimismo que
guardaba ese libro. Las discusiones sobre el género del mismo a mí me daban
igual, lo que me gustaban eran los parlamentos sabios de la vieja, los diálogos
entre los demás personajes, tan sabrosos, y la reflexión que hace Rojas sobre
la avaricia, la vejez, el loco amor, las envidias, el fatalismo por el que se
rige la vida. Una cosa me gusta sobremanera en ese libro y es su prólogo: es
genial. Lo recomendaría a cualquiera. En él se dice que la vida se plantea a
modo de lucha; lucha entre padres e hijos, entre hermanos, entre viejos y
jóvenes, guerras, envidias, aceleramientos... A modo de lucha es la vida, bien
lo he sabido yo a lo largo de la mía y grandes dosis de amargura me ha costado
revolver por dentro de mi ser acatar tal ley y creo que a cualquiera que es
legal. Los hijos de puta, sin embargo, no suelen amargarse la vida con nada.
La
literatura española la partían en tres: La Edad Media, en primero, a la que
asistíamos tremendo batallón de estudiantes modorros frente a un profesor
barbudo que sabía del tema y era orador bueno el hombre. Siempre le recordaré.
Se llamaba Díez Borque y una vez que le tuve cerca, le vi todos los dientes
roídos y me le imaginé comiendo un filete, cómo lo tenía que pasar el pobre.
Ahora, era una gozada oírle hablar del Arcipreste de Hita y de otros locos que
escribieron por aquellas fechas remotas. Luego dábamos el Renacimiento en
segundo y cuando ya estábamos en salsa, nos aplicaban el Barroco en tercero. El
Quijote, como caía entre el Renacimiento y el Barroco pues no lo dábamos y
santas Pascuas. Que es lo que digo que tiene la maldita burocracia, que nunca
cuadra a la realidad de los hombres y siempre sobra o falta algún papel. Pero
bueno, ya digo que no estábamos para exigir sino para aprovechar el tiempo si
la cosa daba para ello antes de salir al nefasto mercado de trabajo. En cuarto
uno se especializaba, si cabe tal apreciación, y yo me especialicé en
Lingüística. Se me estaban pasando los días como el agua, ir y venir todos los
días en autobuses que eran panderetas para Navidad, como le oí decir un día al
conductor por los mecanismos de conducción de tales vehículos. Los asientos
eran de contrachapado y eran los mejores cuando tenías la suerte de ir sentando
veinte kilómetros a cincuenta por hora hasta casa. Luego todo ha ido a mejor o
a peor, según se mire.
En
aquel curso de quinto, tuvimos dos profesores muy raros: uno era el de sintaxis
y otro el de semántica. El de sintaxis elaboró un discurso en el que él mismo
se hacía las preguntas y se las contestaba. No creo que ninguno de los alumnos
que acudíamos a su hora entendiera gran cosa de aquella maraña bizantina que se
fabricó el tío. Para mí que estaba mal de la azotea. Al de semántica, más
viejo, tampoco le entendió nadie porque tampoco se sabía lo que decía. Este
hombre también tenía diálogos consigo mismo y yo no recuerdo más que su cara de
buen hombre, pero era más raro que encontrar trabajo en España por aquellas
fechas. De modo que los dos lo resolvieron todo al fin de curso mandando un
cuestionario y listos. Como yo no estaba allí para discutir nada, no lo hice.
Aprobé como pude y Sanseacabó.
Tenía
el título en mis manos y me enfrentaba al trabajo, que era de lo que se
trataba. Me apunté al paro como el que se apunta al tiro al blanco, a ver si se
acertaba. Pese a mi escepticismo, conseguí recalar en una academia y dar clases
a adolescentes castigados en verano por sus padres.
Me
pasó una anécdota entre desagradable y amable, porque acabó bien el caso, entre
los adolescentes con los que tuve que lidiar en la academia. Al salir al
recreo, uno de ellos, de tendencia punki, quiso hacerse un agujero con una
aguja en el lóbulo de la oreja. Y lo hizo y le empezó a salir sangre de una
manera escandalosa. Otro de mis alumnos que no había desayunado siquiera, se
mareó al ver la sangre y sufrió una lipotimia. Como yo había hecho un curso de
socorrismo un verano, le socorrí, alzándole las piernas para que bajara la
sangre a la cabeza y comprándole una coca cola con la que espabiló. Cuando veía
a este chico por la ciudad me saludaba muy efusivamente, recordándome mi ayuda
en aquella ocasión.
El
verano pasó y llegaron los exámenes temidos por aquellos chicos a los que di
clases. Yo quería seguir mi camino de profesor hasta donde pudiera, pues el
oficio me había probado y lo pasaba bien explicando lengua y literatura a los
alumnos.
Luego
oposité a Educación Secundaria. Estuve mucho tiempo de interino, intentando
aprobar unas oposiciones que salían cada dos años. Para ser profesor de
adolescentes hay que tener cierto cuajo y parece que yo lo tenía pues ni un
chico de aquellos que abarrotaban las aulas ni me pegó ni me insultó, lo que
doy por bueno en 16 años que anduve por esos institutos de Dios y en un país
como España. A veces, un director de esos que no hacen nada más que molestar a
los profesores espiándolos me la montó. Y, a veces, un curso de niños faltos de
la autoridad de sus padres también me lo hizo pasar mal. Conocí profesores
compañeros de todo tipo: algunos que ayudaban, los menos, pues la mayoría iban
a su interés, sin hacer caso al de al lado. Anduve por barrios ricos y barrios
pobres y unos por ricos y otros por pobres, todos los adolescentes cojeaban del
mismo pie: indolencia, ausencia de todo concepto de autoridad y la indisciplina
típica de este país de borregos. Hasta que conseguí aprobar unas oposiciones y
ahora ocupo una plaza de profesor en un instituto como hay muchos. Ya me he ganado
el respeto de estos niños de la play station y del llaverito que abre la puerta
de su casa vacía de padres porque llevo un tiempo con ellos. Los veo crecer y
algunos mejoran con la edad, pero otros siguen igual de idiotas que cuando
tenían doce años, cuando entraron en este desgobernado instituto de este
desgobernado país que sufrimos todos los españoles.
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