miércoles, 11 de noviembre de 2020

Breve memoria.

Las circunstancias sociopolíticas de los años 80 y 90 venían determinadas por el paro. Había mucho paro y la vida estaba difícil, de modo que los padres comprendían que lo mejor para sus hijos era que hicieran una carrera antes que ponerse a trabajar en cualquier empleo temporal y mal remunerado. Por eso yo fui a la universidad, como tantos otros que engrosábamos las filas abarrotadas de estudiantes de aquellos años. Hubo algunos que se tomaron a broma lo de estudiar y ni siquiera aprovecharon la oportunidad que se les daba y a lo mejor cayeron en el mundo de la droga, pero yo a esos no les seguí la pista. Lo que sé es que por aquellas fechas hubo mucho paro, mucha droga y mucha delincuencia.

Yo no sufrí la delincuencia ni probé la droga. Yo probé los libros que me compraba con las cinco mil pesetas que me daba mi padre para la semana.

Leí algunos libros interesantes y reconocidos por la cultura dominante, pero ninguno me salvaba del miedo a no tener trabajo después de acabar mi carrera de Filología Hispánica. Como la lectura empuja a escribir, yo escribía, pero no con la constancia suficiente como para acabar una novela buena o mala, que eso tanto daba.

Yo me metí en un edificio lleno de aulas, donde a veces no cabíamos todos, a que me dieran la charla unos profesores convincentes en algunos casos y en otros, no. En aquella época daba la impresión de que se hacía lo que se podía con lo que había, que no era mucho ni muy bueno, la verdad. Eran tiempos de crisis como los que hay ahora pero ahora parece que la crisis aprieta más, se parece en mayor grado al crack del 29, según dicen los que analizan la economía. Da la sensación de que en España se está siempre en crisis, si no es por unas cosas es por otras. En las aulas se estaba abrigadito mientras fuera hacía frío y eso era muy reconfortante algunas veces que me daba por mirar por las cristaleras mientras el profesor hablaba de Juan de Mena o de Fernando de Rojas, autor de “La Celestina”.

En una ocasión en que me iba a sentar en un pupitre de los de delante para oír bien, se me acerca un menda y me dice: “hola, me llamo Leandro” y me tiende la mano. Yo le di la mano y le dije mi nombre y empezó ahí una amistad, de esa manera tan sencilla. Antes de que viniera el profesor le dio tiempo a decirme que era de Toledo y que quería hacerse director de cine. Yo le dije que a lo mejor yo acababa de taxista pues mi padre era dueño de un taxi pero que mientras, pensaba acabar la carrera, que me gustaba esto de las letras y tal, que escribía cosas...Vino el profesor y nos callamos.

Me parece que después de las clases fuimos al bar, pero estuvimos poco porque este chico se tenía que ir corriendo a no sé qué curso. Apenas hablamos de nada.

Los días siguientes nos vimos y él me contó cosas de su pueblo y yo del mío que, bien mirado, se asemejaban mucho. El caso es que yo, los fines de semana, por aquello de que mis padres eran muy mayores y yo no quería ser rebelde con ellos y hacer mi voluntad porque casi no la tenía por aquellas fechas, me iba al pueblo con ellos en el taxi. Allí tenía una bicicleta con la que daba vueltas, largas vueltas a otros pueblos parecidos al mío.

Yo leía los libros que mandaban los profesores, en castellano antiguo, de temas aburridos de amores, de héroes, de escribanos y toda esa patulea que debió existir en España antes de hacerse moderna, allá por 1975, cuando murió Franco.

Yo nací en el 69; o sea, que poco me enteré de lo de la Transición, pero veo por documentales que estuvo bien aquello, con todos sus defectos.

Yo, en materia política, me arrimo a las derechas, aunque suene mal, porque son más serias que gente que trabaja poco y mal y no pide más que derechos y monta huelgas. Que digo yo que gente como esa desprestigia a los políticos de bien que haya en las izquierdas. Me desvío del tema y no quiero, que, al final de todo, la política para los políticos, que siempre lo he dicho. Las veces que he discutido de política, nunca me han dado la razón, no sé si porque no entiendo o porque en realidad me interesa menos que a otros como mi cuñado, que muere por la política y es de los que dicen que la política lo es todo en la vida, desde que te levantas hasta que te acuestas. Dejo el tema.

Mi amigo Leandro escribía en las horas muertas de estudio unos poemas que mezclaban los ojos furibundos de un dios sutil con los ramajes hipócritas de las galaxias neutras de un cocodrilo. De modo que yo le dije que no entendía su poesía y dudo que hubiera mortal que pudiera y me puso la excusa del surrealismo. Tampoco discutimos mucho sobre la poesía porque no sabíamos ninguno gran cosa de ella; lo que pasa es que yo, la poca poesía que escribía, se atenía a la razón, siendo mala.

Un día me sorprendió Leandro cuando vino acompañado de una chica muy mona, de la que nunca me dijo cómo la conoció. El caso es que anduvimos un tiempo los tres juntos parloteando por la facultad hasta que, a esta chica, de la que no recuerdo el nombre, me pidió que le hiciera un trabajo individual que nos había mandado un profesor. Yo le dije que no se lo hacía y que no insistiera porque yo no iba a ceder a hacérselo.

“¿Cómo eres así?”, me dijo Leandro. Yo le dije que se lo hiciera él, pero arguyó que no tenía tiempo porque tenía que estudiar inglés. “¿Pues no es tu amiga?”, le dije yo. Empezó a decirme que se estaba preparando para no sé qué escuela de teatro y cine y que no tenía tiempo de nada. Me terminó cansando él y su amiguita. Al día siguiente me senté en la última fila, lejos de ellos dos. Leandro vino a templar gaitas, pero yo lo rechacé, no de malos modos, pero lo rechacé.

Cuando yo iba al pueblo, me dedicaba a jugar al fútbol en el juego de pelota donde, si no ponías cuidado, te dabas con el frontón. Siempre había algunos que tenían que ganar siempre y otros, agachar la cabeza, pero se pasaba el rato. Lo bueno venía después, unas cervecitas en el bar y unas risas a cuenta de cualquier cosa. Luego, a la noche, con el ejercicio, dormías como un bendito.

Cuando tocó leerse “La Celestina” me di cuenta de la sabiduría y pesimismo que guardaba ese libro. Las discusiones sobre el género del mismo a mí me daban igual, lo que me gustaban eran los parlamentos sabios de la vieja, los diálogos entre los demás personajes, tan sabrosos, y la reflexión que hace Rojas sobre la avaricia, la vejez, el loco amor, las envidias, el fatalismo por el que se rige la vida. Una cosa me gusta sobremanera en ese libro y es su prólogo: es genial. Lo recomendaría a cualquiera. En él se dice que la vida se plantea a modo de lucha; lucha entre padres e hijos, entre hermanos, entre viejos y jóvenes, guerras, envidias, aceleramientos... A modo de lucha es la vida, bien lo he sabido yo a lo largo de la mía y grandes dosis de amargura me ha costado revolver por dentro de mi ser acatar tal ley y creo que a cualquiera que es legal. Los hijos de puta, sin embargo, no suelen amargarse la vida con nada.

La literatura española la partían en tres: La Edad Media, en primero, a la que asistíamos tremendo batallón de estudiantes modorros frente a un profesor barbudo que sabía del tema y era orador bueno el hombre. Siempre le recordaré. Se llamaba Díez Borque y una vez que le tuve cerca, le vi todos los dientes roídos y me le imaginé comiendo un filete, cómo lo tenía que pasar el pobre. Ahora, era una gozada oírle hablar del Arcipreste de Hita y de otros locos que escribieron por aquellas fechas remotas. Luego dábamos el Renacimiento en segundo y cuando ya estábamos en salsa, nos aplicaban el Barroco en tercero. El Quijote, como caía entre el Renacimiento y el Barroco pues no lo dábamos y santas Pascuas. Que es lo que digo que tiene la maldita burocracia, que nunca cuadra a la realidad de los hombres y siempre sobra o falta algún papel. Pero bueno, ya digo que no estábamos para exigir sino para aprovechar el tiempo si la cosa daba para ello antes de salir al nefasto mercado de trabajo. En cuarto uno se especializaba, si cabe tal apreciación, y yo me especialicé en Lingüística. Se me estaban pasando los días como el agua, ir y venir todos los días en autobuses que eran panderetas para Navidad, como le oí decir un día al conductor por los mecanismos de conducción de tales vehículos. Los asientos eran de contrachapado y eran los mejores cuando tenías la suerte de ir sentando veinte kilómetros a cincuenta por hora hasta casa. Luego todo ha ido a mejor o a peor, según se mire.

En aquel curso de quinto, tuvimos dos profesores muy raros: uno era el de sintaxis y otro el de semántica. El de sintaxis elaboró un discurso en el que él mismo se hacía las preguntas y se las contestaba. No creo que ninguno de los alumnos que acudíamos a su hora entendiera gran cosa de aquella maraña bizantina que se fabricó el tío. Para mí que estaba mal de la azotea. Al de semántica, más viejo, tampoco le entendió nadie porque tampoco se sabía lo que decía. Este hombre también tenía diálogos consigo mismo y yo no recuerdo más que su cara de buen hombre, pero era más raro que encontrar trabajo en España por aquellas fechas. De modo que los dos lo resolvieron todo al fin de curso mandando un cuestionario y listos. Como yo no estaba allí para discutir nada, no lo hice. Aprobé como pude y Sanseacabó.

Tenía el título en mis manos y me enfrentaba al trabajo, que era de lo que se trataba. Me apunté al paro como el que se apunta al tiro al blanco, a ver si se acertaba. Pese a mi escepticismo, conseguí recalar en una academia y dar clases a adolescentes castigados en verano por sus padres.

Me pasó una anécdota entre desagradable y amable, porque acabó bien el caso, entre los adolescentes con los que tuve que lidiar en la academia. Al salir al recreo, uno de ellos, de tendencia punki, quiso hacerse un agujero con una aguja en el lóbulo de la oreja. Y lo hizo y le empezó a salir sangre de una manera escandalosa. Otro de mis alumnos que no había desayunado siquiera, se mareó al ver la sangre y sufrió una lipotimia. Como yo había hecho un curso de socorrismo un verano, le socorrí, alzándole las piernas para que bajara la sangre a la cabeza y comprándole una coca cola con la que espabiló. Cuando veía a este chico por la ciudad me saludaba muy efusivamente, recordándome mi ayuda en aquella ocasión.

El verano pasó y llegaron los exámenes temidos por aquellos chicos a los que di clases. Yo quería seguir mi camino de profesor hasta donde pudiera, pues el oficio me había probado y lo pasaba bien explicando lengua y literatura a los alumnos.

Luego oposité a Educación Secundaria. Estuve mucho tiempo de interino, intentando aprobar unas oposiciones que salían cada dos años. Para ser profesor de adolescentes hay que tener cierto cuajo y parece que yo lo tenía pues ni un chico de aquellos que abarrotaban las aulas ni me pegó ni me insultó, lo que doy por bueno en 16 años que anduve por esos institutos de Dios y en un país como España. A veces, un director de esos que no hacen nada más que molestar a los profesores espiándolos me la montó. Y, a veces, un curso de niños faltos de la autoridad de sus padres también me lo hizo pasar mal. Conocí profesores compañeros de todo tipo: algunos que ayudaban, los menos, pues la mayoría iban a su interés, sin hacer caso al de al lado. Anduve por barrios ricos y barrios pobres y unos por ricos y otros por pobres, todos los adolescentes cojeaban del mismo pie: indolencia, ausencia de todo concepto de autoridad y la indisciplina típica de este país de borregos. Hasta que conseguí aprobar unas oposiciones y ahora ocupo una plaza de profesor en un instituto como hay muchos. Ya me he ganado el respeto de estos niños de la play station y del llaverito que abre la puerta de su casa vacía de padres porque llevo un tiempo con ellos. Los veo crecer y algunos mejoran con la edad, pero otros siguen igual de idiotas que cuando tenían doce años, cuando entraron en este desgobernado instituto de este desgobernado país que sufrimos todos los españoles.

 

 

                           

  

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