Seguro que en mi pueblo, a estas horas de la noche y con la nevada que ha caído, restalla el silencio blanco en la plaza y en las calles aunque pueda haber todavía algún vinoparlante apoyado en la barra del bar charlando con otro que ha bajado a tomar un café a olvidar a la parienta por un rato. Las charlas que se entablan a estas horas son un mero relleno de los minutos que faltan para tomar las sábanas. Alguna vecina, quizás, ha ido a interesarse por otra a la que le falta un poco la salud y tanto ha habido de qué hablar que a la visitante se le hecho tardísimo y sale como un rayo a casa, a atender a su gente.
Ha pasado un domingo de charleta, de vinitos, de reír las gracias de los niños chicos y de reconvenirlos por sus diabluras.
Ha pasado el frío por la calle, el solecito enfermizo de enero y la tarde ha llegado cuando todos estaban ya de recogida y haciendo mentalmente el preparativo de la semana y cosquilleando en la cabeza algún problema que se ve todavía irresoluble. El lunes está viniendo y ya la televisión dice las últimas tonterías. Todos aceptan el paso de un día más y se preparan para acostarse con duelo y resignación propio del vencimiento del fin de semana. La lucha vuelve, el pueblo descansa, turbio el cielo arriba, blanco el suelo abajo.
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