Era la hora de la siesta como en el comienzo de una famosa novela. Fuera, la cigarra sonaba con insistencia. En la radio, un locutor ofrecía canciones, tiempo, palabras.
El libro que sostenía entre sus manos tocaba a su fin, el último capítulo contaba el secreto de aquella dama que se dejaba besar indignamente.
La hora, una vez leída la palabra que ponía punto final a la obra, se calló e inició una desordenada huida hacia un tiempo y espacio amplios y desconocidos.
Afuera, la cigarra calló también e hizo la calle más grande y solitaria de repente.
Apuró la coca cola que estaba sobre la mesita, echó un cigarrillo como para confirmar que la novela que leía estaba acabada y se durmió abrazando la almohada tersa.
A las seis despertó y nada de lo que había a la hora de la siesta permanecía en pie. Todo había muerto envuelto en el instante.
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