Si uno tuviera fe en sus piernas y no le importara soltar el lastre de su vida, se echaría a andar carretera adelante con el macuto a las espaldas para anochecer, qué se yo, quizás en Chinchón, después de haber trazado un camino todo el día.
Y si uno no fuera un cobarde que todo lo piensa y nada ejecuta, ya habría llegado a orillas del mar pues se hubiera puesto en camino nada más empezar el verano.
Y uno hubiera visto cosas en el camino. Y quizás hubiera tenido tiempo de escribir en una libreta cómo se había sentido en su caminar hacia el mar.
Y siguiendo la línea de la costa se hubiera olvidado de su ciudad, de su novia, de su familia para que sus ojos acogieran con cariño todo lo nuevo que le brindaba la valentía de echarse a andar sin mirar atrás.
Pero no. Aquí un día tras otro, las piernas inermes, los ojos cansados de la misma realidad, el alma rota de la vulgaridad.
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