Las personas nos vamos forjando. Primero somos un hierro cualquiera, divertido, ocupado, virgen como una verja, como un rastrillo, como una badila.
Luego, nos meten en el fuego a todos y dejamos de ser eso que éramos y pasamos a ser otros hierros pero fundidos ya por el fuego.
El fuego es la edad que pasa.
La edad nos moldea y hace de nosotros otros usos, otros aconteceres, otros hábitos.
Al que le va bien, con el tiempo mejora aunque envejezca: ocupa un estado mejor en la sociedad, en su tiempo libre, en el trabajo, en la familia.
Al que le va mal, todo se le desmorona y ya no es ni sombra de lo que fue. Digamos que la forja le ha ido mal. Antes era espada dominante y con la fundición se ha vuelto tenacilla grosera.
Esa es la función del paso del tiempo: ir poniendo a unos en un sitio y a otros en otro. Pero esta función es aleatoria. Con el tiempo pasan cosas aleatorias como enfermedades, accidentes, desamores, locuras, desavenencias, traiciones, juicios, ruinas económicas o personales, etc. Todo pasa aleatoriamente. No podemos buscar explicaciones a lo que nos pasa cuando pasa el tiempo. Simplemente, las cosa pasan, la forja funde el metal, nuestra cabeza da un vuelco y el corazón otro y encima somos más viejos.
Pero hay casos en que la persona en cuestión sí parece buscarse su destino, aceptado después o no.
El caso es que hay que ser valiente no en el sentido de tomar un castillo, como en las películas sino valiente para conservar la sonrisa después de la forja, del cambio, de la edad, del duro paso del tiempo.
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