He estado al pueblo un fin de semana. Desde diciembre que no iba. Allí me conoce todo el mundo y no hago más que estrechar manos y decir: hola Paulina; qué tal vamos, Gil; coño, Rafa, cuánto tiempo y cosas de este tipo y también puedo hacer como que estoy medio muerto mirando al cielo en la plaza del pueblo y solo me molesta la vista el vuelo de las golondrinas.
Y también voy al bar y me lo paso genial bromeando con unos y con otros.
Y me doy una vuelta en bicicleta y disfruto del paisaje castellano, libre y ancho como el vuelo del águila.
Y estoy en casa con madre y salen a relucir cosas de hace mucho tiempo o cosillas de la familia y me siento muy bien.
Como había fiesta en el pueblo de al lado, he bailado la jota y otras canciones.
Pero lo bueno de todo es que se me han quitado de la cabeza pensamientos que se han ido a tomar vientos en todo el tiempo que he estado en el pueblo y se me ha quedado la cabeza hueca que es el mejor estado para ser feliz.
Y luego vuelvo a la ciudad y ya no conozco a nadie ni nadie me conoce a mí y todo es un vagar de un lado a otro sin mucho sentido y con mucha pesadez de corazón y cabeza.
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