Había soñado aquella noche que estaba en un rincón de África en compañía de alguien no muy aconsejable. Había soñado con animales y con manifestaciones brutales de personas de instintos indeseables. Había soñado con humillaciones, con evidencias de cosas que no sabía pero que en el sueño se hacían una verdad hiriente.
Por eso, por la mañana, una mala sensación le acompañaba. Una sensación desagradable y pegajosa que se le había quedado metida en la mente como un gusano, como un insecto de patas sucias.
Y fue leyendo libros como consiguió que tal sensación se paliara un poco hasta desaparecer a la hora del mediodía, cuando ya las horas matinales parecen lejanas y abotargadas en el recuerdo o ni siquiera existen ya.
Y parecía haber vivido esta sensación antes y por eso le parecía más duradera. Y es que los malos sueños son reflejo de una realidad no querida.
El día estaba desapacible y la idea de que tenía que cocinar tampoco le gustaba, le daba repulsión pensar que por su estado de desasosiego la comida le había de salir mal y su compañero de piso y él malcomerían y se darían a los diablos.
Pero todo transcurrió más normalmente de lo que esperaba, todo salió como tenía que salir y poco a poco, en la mañana se restableció la normalidad de lo que es normal en todas las casas.
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