El hombre apareció en la calle como de improviso. Le gustó su barrio de repente. Ese barrio que había pateado tanto yendo a la compra, a quedar con su novia, a tomar un café.
Pero esta vez no sabía por qué había salido a la calle.
Y dio vueltas a ver si veía algo que le sorprendiera o le motivara bajo un cialo que anunciaba tormenta y quizás fuera la tormenta lo que le sorprendería pero no llovió en todo el rato que estuvo en la calle.
Y no vio nada.
Vio una niña de trajecito estampado que jugaba afanosa en un tobogán con su madre al lado leyendo una novela inmunda, como son ahora las novelas.
Vio un señor en una tienda, aburrido, mesándose los cabellos porque la crisis hacía que no entrara nadie a su tienda.
Vio una tienda de chinos muy oscura y llena de artículos pero también vacía y al chino se lo imaginó viendo una película en un pequeño televisor.
Vio, en fin, a sus propios pasos que andaban sin forma alguna, sin camino alguno, hasta que llegó a casa.
Y en casa, después de sentarse y fumar un cigarrillo, se sintió extraño y vacío.
Como la cáscara de una nuez que no tuviera carne dentro.
Y deseó estar en otro sitio mejor, con más atracciones, con otros escenarios y perspectivas, con el querido mar al fondo, con un amigo para contarle que se sentía como una nuez hueca pero no consiguió más que una amargura le recorriera, la amargura de la nada, la amargura del aire vacío de la nuez.
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