El astro rey irrumpe por entre las nubes, el cielo aterido y las frialdades del invierno en oleadas marcinas de claridades y fuegos brevísimos de luz y calor. Ya le llega el turno a la primavera que viene llena de brotes tiernos de lo que quiere ser y vivir.
Las fachadas se ponen cálidas, arrojan al mediodía un color de caramelo a los ojos que ansían el calor y la metamorfosis de los cielos. La piel, como la mirada del invernal bípedo postulante pide luz del sol a raudales para que se vaya tostando, para que se anime el color de la cubierta suave que nos rodea y del iris anhelantísimo.
Las noches abundantes de oscuridad y hielos han llenado de grasa el pellejo entre olas blancas y mantas donde se refugiaba el Adán que pronto renacerá a las flores y los cánticos primaverales.
La madrugada sorprendía al benefactor humano en puras tinieblas mientras iba al trabajo y esas oscuridades le atosigaban, le inducían al sueño y a renegar de Dios y de sí mismo.
Pero ya los pájaros suenan a prontísimas horas, ya los insectos vuelan con el susurro leve de alados látigos pequeñísimos, ya las hojas de los árboles han despertado a la luz del renacer a otro mundo: el mundo de la primacía del primor de lo que nace.
Y todo canta, todo bulle bajo un sol dorado como el oro mismo, más rico aún que el oro pues se repite y vive y canta y hace vivir a todo lo que su mando tiene que está debajo de él, como la amada bajo el amado enamorándose uno del otro, los dos astros, la Tierra y el Sol, el donador y el agradecido planeta que puso Dios a la distancia precisa que precisaban para nacer y nacer cada año.
Y todo parece así dispuesto para la alegría del hombre, que pide después del invierno, como un mendigo, la primavera de lluvias, sol y las verduras y animalitos nacientes.
Y la felicidad parece hacerse presente del modo espontáneo que tiene la Tierra de decir: YO SOY.
No hay comentarios:
Publicar un comentario