Recuerdo un día en Madrid en que salimos todos los de la carrera a tomar algo por sus calles. Había una chica cuyo cuerpo alucinante se regodeó ante mis ojos hasta la noche, en que me tuve que ir a mi casa. La chica era muy agradable en su modo de hablar, era muy sencilla y no sé si era consciente de su poderío como mujer. No sé de dónde salió ese día, era amiga de un amigo y no sé dónde se metió desde ese día pues no la volví a ver por la facultad pero el mimbre de su cuerpo ese día exhibido como una perfección casi alada perduró y perdura en mi memoria hasta el día de hoy. Fue verla aparecer, con sus vaqueros ceñidos y su blusa corta allí, al pie de la entrada de la facultad y trastornárseme todos los sentidos y desearla toda la tarde y toda la noche que estuvimos dando vueltas. En aquellas épocas se hablaba de proyectos, de exámenes, de profesores y todo el mundo quería ser original en lo que decía para hacer reír e impresionar. Nos asomábamos al mundo de los demás y cualquier rasgo personal nos parecía algo extraordinario. No teníamos acceso al trabajo la mayoría y desconfiábamos del mercado laboral que nos esperaba pero éramos felices diciendo gracieta tras gracieta a ver cómo se pasaba el tiempo.
Recuerdo los pasillos enormes de la facultad en los que nos topábamos los compañeros que íbamos de una clase y otra y cómo nos reíamos por cualquier cuestión.
Las chicas que yo vi desde aquella tarde noche pasada por el centro de Madrid en la facultad no le llegaban a esa chica ni a la suela de los zapatos, no sólo por lo contrahecho de sus cuerpos (tapones, barriles, zancudas, escurridas, feas de cojones) sino también por la magia que despertó en mí, magia que no la volvió a despertar ninguna chica más pues ya se sabe que en Filología follar no era un pecado sino un milagro. No sé lo que será ahora follar ni las chicas que habiten esa facultad pero en mi época no dudábamos en calificarlas de monjitas con mal cuerpo.
Lo que sí echo mucho de menos es esa alegría natural que había entonces y que no he vuelto a encontrar. Nos reíamos de todo y a todas horas y todo lo encontrábamos interesante, menos a las monjitas de mal cuerpo, claro.
Y así pasaron unos seis años estudia que te estudia, entre libros y apuntes, echando horas en las clases y en casa hasta que me licencié pero no me eché novia ni nada que se lo pareciera porque allí, en esa facultad, la vergüenza podía más que los ojos y los ojos no veían más que recatadísimas deformidades feas, feas, feas y la que era guapa, siempre tenía novio. Yo conocí a dos en ese caso.
Y lo malo es que no supe nunca de dónde salió esa chica con la que fui a tomar una coca cola a Huertas esa tarde noche.
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