Hay una chica que me sigue los pasos a cambio de un beso y una promesa. Yo también ando a su lado y en las plazas de Toledo la agarro de sus trenzas de oro y juego con ella. Luego subimos al hostal y seguimos jugando y después tomamos un café mientras ella cuenta cosas muy serias y yo tengo que poner cara de atención y como si me diera pena.
Luego cruzamos las plazas grandes de Cádiz, cruzamos las largas calles de Oporto, cruzamos avenidas históricas de Lisboa y nos tumbamos en playas del oriente de las paellas. El agua salada brinca sobre nuestros cuerpos mientras yo la cojo de las caderas y le digo dulcemente que si no tuviera piernas podría pasar por sirena.
Un día, a esta chica se le murió la abuela, que estaba en una residencia, oronda como una naranja, con la cabeza perdida que ya no la encontramos y la enterramos un jueves santo que llovía casi sin querer.
Y la chica volvió conmigo a pasear por la Gran Vía y a veces nos dábamos la mano.
Esta chica y yo dábamos muchas voces por las calles porque no nos entendíamos y yo la llamaba esto y ella me llamaba lo otro y luego nos volvíamos muy tristes hasta que la ausencia lloraba e íbamos con el pañuelo a limpiarla las lágrimas y una vez juntos subíamos al hostal que tenía una cama y luego otra vez nos poníamos serios con la cara pintada de amor.
Un día, en la calle Arenal, parecíamos enemigos pero hicimos las paces al llegar a Callao.
En fin, lo nuestro ha durado porque cuando nos quedábamos solos la aguja del reloj se quedaba como muerta.
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