Por el campo no había nada que me diera consuelo. Sí, había tranquilidad, pero esa misma tranquilidad me ponía nervioso. Sabía que faltaban pocos días para que empezaran las clases y yo no dejaba de dar vueltas a lo mismo.
Así que volvía a casa e intentaba enfrascarme en una lectura si me dejaban precisamente los ocupantes de la casa: mis sobrinos, mi hermano mayor, siempre dispuesto a tomarse un botellín y charlar de estupideces o mi hermana, que me daba la tabarra precisamente porque no salía de casa. Mis padres me dejaban en paz porque sabían por lo que estaba pasando. En otras ocasiones ya me vieron preocupado por el tema de las clases.
Yo no quise hacerle nada al chiquillo aquel pero se me fue la mano. No había manera de que se estuviese quieto y me hartó. Luego vino la queja de los padres, la inspección...yo me puse muy nervioso.
Mientras leía una de Eduardo Mendoza en mi habitación, veía el rostro de ese maldito niño, su cara encolerizada y su dedo índice señalándome como si yo fuera un criminal.
Sólo dentro de cuatro días, volvería a ver a ese niño que seguramente se crecería en clase y haría su santa voluntad esta vez sin que yo pudiera cruzarle la cara como se la crucé. Y eso me daba miedo porque una clase indisciplinada es un infierno diario.
Esta noche iré a la discoteca a contarle a Ramón lo que me ha pasado, a ver qué me dice aunque la solución no la tiene nadie.
Lo veo todo muy negro pero hay que seguir por el sueldo. Si aguanto este año, al que viene puede que me saque ya la oposición. Maldito Jonathan Ramírez Izquierdo.
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