Era el puente de San José. Ya el viernes por la tarde se marcharon muchos. El sábado me fui dando cuenta de que no había niños por la ciudad, no había gente joven. El sábado por la tarde ya no vi más que viejos. Fui a tomarme una hamburguesa y una señora de sesenta años me atendió. La hamburguesa sabía a soledad en la sala abandonada. Vi el telediario: Valencia era una fiesta completa. Oí petardos y gente riendo, una masa inmensa de gente riendo. Cené lo que compré ese sábado por la tarde en el supermercado todo repleto de viejos que huían de la soledad y el frío. En la tienda de charcutería había animados grupos de ancianos comentando el tiempo y el mundo que les había tocado vivir. La cajera debía de tener setenta años, estaba sorda de un oído y arrastraba un poco la pierna. Yo rezaba por que fuera ya martes y volviera la normalidad a la ciudad. Por la noche me dirigí a un bar a las afueras que regentaba un anciano. El y yo solos fuimos hilando una conversación malherida, llena de envidia a los ricos y a los que estaban en Valencia pasándolo divinamente. "En Valencia, las mujeres son más guarras", dijo el viejo, "y por estas fechas más". Me vinieron ganas de irme a Valencia con el último dinero ahorrado y allí vivir de la caridad. Pero no fui. El domingo fue una tortura, mirando todo el rato el reloj. El lunes me fui a correr en chándal, cosa que no hacía desde los veinte años. El martes empezó a venir gente y llenarse las plazas de aparcamiento. La ciudad era otra. Por fin mi corazón empezó a latir al compás de pitidos y gritos.
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