De la plaza al bar, en el pueblo, sólo había que ir bajando por la calle real una cuesta no muy empinada, flanqueada a cada lado por puertas de corralones, puertas de casas ya abandonadas y un solar que llevaba mucho tiempo sin empleo alguno más que servir de urinario improvisado para los borrachos de última hora de la noche.
Yo estuve allí una semana en que bajé aquella cuestecita siempre después de comer para echar una partida con los viejos del lugar.
Había dos viejos que tenían un humor de mil demonios y estaban enfrentados el uno con el otro. Por un lance del juego proferían mil insultos y juramentos y siempre parecían llegar a las manos.
Uno le echaba en cara al otro que tuvo que vivir en ese pueblacho toda su vida pudiendo ser rico y haberse ido a las Canarias si no hubiera sido porque el otro viejo se había quedado con la herencia de un tío común al que ese viejo engañó para quedarse con todo su dinero. No le perdonaba el hecho. "Ojalá te pudras tú y el dinero que robaste" era de lo más bonito que le dedicaba a ese viejo que arremetía llamándole al otro envidioso y criminal porque le acusaba de haber matado a su mujer.
Así en cada partida. Pero el aburrimiento que sufriría al quedarme en casa me hacía ir cada tarde a la partida aunque se produjeran estos enfrentamientos desagradables a todas luces.
Un día bajaba yo la cuestecita y entré en el bar y allí no había nadie. Carmen, la dueña, me informó: habían encontrado muerto esa mañana al viejo que heredó del tío supuestamente con engaños con un cuchillo de cocina en el cuello.
Se formó un revuelo todos los demás días y la Guardia Civil detuvo al otro viejo. Yo no tenía dónde ir en quince días así que me tuve que quedar sin partidas y di en darme paseos por el campo menos cuando llovía.
Se pasaron esos quince malditos días y volví a la ciudad, a seguir con mi trabajo.
Pensé mucho en esos viejos. Yo no tenía a quién echar la culpa de mi pobreza más que a mí mismo. Cuando me metía en el metro para ir a la oficina se me aparecían las caras de los dos viejos y me daba un poco de repelús.
Así en cada partida. Pero el aburrimiento que sufriría al quedarme en casa me hacía ir cada tarde a la partida aunque se produjeran estos enfrentamientos desagradables a todas luces.
Un día bajaba yo la cuestecita y entré en el bar y allí no había nadie. Carmen, la dueña, me informó: habían encontrado muerto esa mañana al viejo que heredó del tío supuestamente con engaños con un cuchillo de cocina en el cuello.
Se formó un revuelo todos los demás días y la Guardia Civil detuvo al otro viejo. Yo no tenía dónde ir en quince días así que me tuve que quedar sin partidas y di en darme paseos por el campo menos cuando llovía.
Se pasaron esos quince malditos días y volví a la ciudad, a seguir con mi trabajo.
Pensé mucho en esos viejos. Yo no tenía a quién echar la culpa de mi pobreza más que a mí mismo. Cuando me metía en el metro para ir a la oficina se me aparecían las caras de los dos viejos y me daba un poco de repelús.
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