Está pasando la tarde como pasa y pasamos todos, sin pena ni gloria. Ya es de noche y son las seis y veinte. Inventan inventos y a los tres días, está la gente hasta el bolo de los inventos. La gente se viste bien y la otra gente que les ve tan elegante, dice, con acierto: menudo cabrón o menuda hija de puta. Y no los vale tanta ropita de marca para dar el pego, que es lo único que hacen: pasar por gente bien. Para pasar por gente bien lo que hay que hacer es: si no haces nada bueno, por lo menos, no hagas daño. Y ahí sí que no hay trucos, pero la gente que se siente envanecida por los aplausos (no hablo de los payasos que son necesarios para una verdadera nación o de los actores o de los bomberos) sino de esa gente que se cree que va a salvar el mundo o va a cambiar la nación, esa gente que debería estar encerrada en el psiquiátrico hasta que se cure de su megalomanía, esa gente que vemos en los telediarios hablando como curas o como cristos de una nueva y falsa religión. Esos, digo, que se envanecen con los aplausos y gracias a esa gente que los aplaude se cree que tiene la posesión total de la verdad, debería irse a su casa y pasar la tarde sin pena ni gloria, sin pena ni gloria.
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