Un amarillo fundido de la suciedad del horizonte. Después, un azul enfermizo por el frío lleno de nubes negras. El azote del viento da paso a una tranquilidad en el aire. Ya se perciben los contornos de las cosas. En la estación de tren, a estas horas, bailan los vasos de café en la cafetera y los trenes van distribuyendo gente a sus puestos de trabajo. Hay un profesor joven que fuma en el andén y espera su tren. La máquina le llevará a un instituto donde hay chicos que esperan a ver qué dice, a ver qué manda, a ver que desvela en estas horas tempranas. La lección de hoy tiene como excusa la labor de un poeta, un poeta al que no le gustaba el tiempo que le tocó vivir. El profesor lo explica muy bien pues él también es algo poeta y entiende que hacer poesía tiene algo que ver con vivir a disgusto consigo mismo. Entonces salen esas poesías tristes que claman por el tiempo que se marcha, ese amor inasible o ese mendigo loco al que los niños hacen burlas. Todos los poetas del mundo tienen ese mismo cantar, dice a los chicos, todos los poetas son quejicas.
Llega el recreo y ya el aire se ha limpiado de restos legañosos del amanecer. Todo se ve en la pulcritud que da el sol a las cosas. Seguirá el profesor desgranando gramática y prosa en las pizarras.
A la hora de comer, todo tendrá más sentido y a la hora de regresar el cansancio en el vagón tendrá la forma de un cuaderno gastado.
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