Dionisio era, como se dice vulgarmente, un hombre hecho a sí mismo. Estudió arquitectura y era un gran trabajador. Cuando tuvo la ocasión su audacia le indicó la manera de hacer dinero fácil con el negocio de las inmobiliarias y así se hizo un gran potentado. Asociado a los negocios estaba el poder, la liberalidad sexual y los placeres, y este hombre supo disfrutar todo lo que pudo desde su postura de adinerado en la sociedad que le tocó vivir. Cuando llegó a la mediana edad, empezó su particular batalla por la vida. Al hacerse una revisión médica anual le detectaron niveles altos de ácido úrico. El médico le avisó de que debería cambiar los hábitos alimenticios. Pero no le hizo caso. Hasta que empezaron a darle dolores en el dedo gordo, intensos y agudos. El médico le sugirió lo mismo, pero Dionisio replicó: es mi enfermedad, qué le voy a hacer yo. Al cabo, le cortaron el pie. Ya no era el Dionisio de antes que ligaba un montón, se daba grandes bacanales con sus allegados y disfrutaba de todo lo que se ponía a tiro. Ahora llevaba un bastón y no encajaba tan bien con esos cuerpos cuidados a base de gimnasio y de gente litgh, como él los llamaba. Por último, se le detectaron aminas en sangre, el hígado algo tocado. El médico le dijo que debería reposar, que le vendría bien romper con su ritmo de vida, una estancia prolongada en un balneario, quizás. Dionisio esgrimía que era su enfermedad y que ya se curaría sola, que le dejaran en paz. Que él llevaba una vida sana y que no entendía las cosas de los médicos. Al cabo de unos años vemos a Dionisio en una cama de hospital, arrengado y maltrecho, listo ya para vérselas con la parca. El médico le fue a visitar, ¿por qué no me hizo caso don Dionisio? Éste le espetó que le dejara en paz con su enfermedad, que dentro de unos días me darán el alta y a vivir.
El médico reflexionó: verdaderamente era su enfermedad.
Aportación de Francisco Moreno Herráez
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