En un viaje siempre entra lo incierto en tu vida porque vas a sitios más o menos extraños mientras que si permaneces en tu lugar de siempre, lo planeas todo con la normalidad de siempre. Y más, si ese lugar de siempre queda como enmudecido por la masa de gente que se ha ido. Así ha pasado este fin de semana en la ciudad: todo era cómodamente predecible, asequible a los sentidos y a la razón, no había sorpresas, no había novedades. Encima estaba lo inusual de los desiertos, donde escasea la gente y se puede estar tranquilo. Los pájaros ya no aturden tanto con sus piares sino que, por la tarde, están ya más callados. Voy a ver una peli con mis padres, que a lo mejor se quedan dormidos en la transmisión y luego viene Paco a las 6. Luego todo va rodado hasta la cena y nosotros nos vamos y se quedan los padres dispuestos para dormirse. Eso es todo en un día mecido por una ligera brisa, por los huecos en los aparcamientos y por la afable conversación en el bar entre un solo cliente, el camarero y yo.
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