Me queda cuarto de hora para ponerme a preparar un arroz con conejo. Ya está todo dispuesto: los ajos, la cebolla, el conejo troceado, las judías verdes que le echo al arroz y la sartén grande encima del fogón de la placa de vitrocerámica. Solo falta pelar y picar la cebolla y el ajo, freír el conejo, echar el arroz en el aceite de freír el conejo, mezclarlo todo y comerlo. Mi hermano ha ido al hospital con mi madre a que le hagan unas radiografías de la boca, de un diente que tiene mal. Al volver, mi hermano se sentará y comerá y yo también y espero que me salga bien este arroz. La primavera sigue su curso de maleante de los corazones y los sentimientos y nadie consigue meterla en la cárcel porque siempre se escabulle hasta que llega el verano y el verano consigue que todo se movilice por mar, aire y tierra de manera confusa y acelerada. "Yo voy a San Francisco", dice uno. "Yo voy a Suecia", dice otro. Y el cielo se llena de queroseno asqueroso y la gente va y viene y les atracan y les comen los piojos en los hoteles o mueren en una playa ahogados o de un tiro certero en el corazón.
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