Ayer a mi hermano le dolía la rodilla. Dijo que ese síntoma anunciaba nubes. Hoy ya están aquí. Son nubes flojas que no tapan bien el cielo, son como jirones de algo roto; a lo mejor se le ha roto el alma a Dios y el viento lo trae a trozos tibios y susurrantes. Los pájaros cantan como si no fuera a haber mañana de lo fuerte que emiten sus trinos. El árbol de mi ventana tiene el honor de vestirse de hojas verdes como la dulce esperanza. Todos aguardamos el verano de calores asfixiantes que nos deje tumbados de tres a seis. El rey ha abdicado muy sublime, muy tranquilo mientras los geranios de la vecina lucen los hospitales de dolores y tibiezas propios de las cazuelas que borbotan un cocido junto al ventanuco de la cocina pero no hay que alarmarse: el viento unta las jorobas de los viejos para que las golondrinas pongan huevos azulinegros en las cornisas de los bemoles de dinosaurios ya desaparecidos para que todos comamos pringá y nos vayamos a hacer el pino a Despeñaperros mientras la guiri dice a pleno pulmón: camarrero, otra de cojonudos.
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