Ayer fue un día feliz. No porque contuviera ese día aventuras excepcionales en mi mísera vida rutinaria, no, sino que me levanté de buen humor. Cuando uno se levanta de buen humor no sabe ni a qué se debe, solo nota una especie de cosquilleo que es el resultado de la efervescencia de la felicidad que hace que el día pase disfrutándose, o de una manera fácil de vivir, sin preocupaciones ni con reproches, ni con pensamientos negativos sobre tu propia persona (qué inútil soy, para qué poco valgo, me paso el tiempo sin hacer nada, etc). Cuando se está feliz, como ayer, la vida discurre como una rueda sobre una superficie plana, como el aire que no encuentra muros con los que pararse, como las nubes que recorren el cielo alto sin ningún obstáculo que las detenga.
Hoy no sé cómo será pero parece que dura esa felicidad de horas o de días que se extiende como un mantel en una mesa generosa. Nada me importa hoy, nada me turba. Solo que tengo que hacer de comer, tengo que comprar el pan y es una responsabilidad.
Ojalá todos los días fueran así de tranquilos. Otro gallo me cantaría.
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