Una música lenta y tranquila se cuela insinuante por el corazón y hace olvidar los problemas del mundo. Estoy en una taberna de Segovia. Es pequeña. La sobriedad manda en ella. El dueño me ha puesto un café con leche y me he sentado en una mesa. El suelo es de losas del color de la sangre. Las botellas me miran desde su anaquel. La música es todo lo que reina en este recinto aparte del silencio de los hombres. Todo lo que pasa en la calle aquí no llega. Las noticias del mundo parecen haber muerto en cuanto crucé el umbral de la taberna. Todo en este recinto quieto es sosiego, reducida vivencia de pocas cosas, estoicismo repartido por cada rincón austero del lugar. Parece que los objetos hablan. Los vasos, la cucharilla, el suelo parece hablar un lenguaje silencioso como el silbido de una boca que prohíbe el rumor.
Hay un rumor, sí, como de cosa acabada para siempre, como de cosa hecha hace mucho tiempo que no va a cambiar. Cuando entré, me dolía un poco la cabeza pero al entrar, viví como nunca el instante ascético en el que no hay nada más que nuestras almas oyéndose. Descansé del ruido, descansé del calor y el sol, me tomé mi café. La oscuridad de la taberna parecía alumbrarme por dentro. La música seguía sonando libre, acogedora. Mis oídos oyeron una luz. Mis ojos se acostumbraron a la cegadora penumbra de la taberna. Pasé unos momentos felices. Entró una mujer joven. Pidió de beber. El encanto se rompió por momentos. Salí a la calle y triste, el mundo me recibió de forma cruel.
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