Se me ha venido a la cabeza, mientras estaba en el retrete esta misma mañana, los días en que yo iba y venía en autobús a la facultad de Filología, adonde iba a aprender los secretos del idioma español y de la literatura de hace muchos siglos. Yo iba aprobando y el autobús iba haciendo su recorrido en una progresión geométrica: cuanto más aprobaba más cerca estaba de dar un paso cualitativo. Parece mentira qué estupidez esta de los exámenes: cuantos más apruebas, más lejos llegas en el escalafón profesional y social. Llegué a ser profesor y me libré de ser taxista, todo a base de sacar más de un cinco en una prueba académica. También he recordado, mientras me descongestionaba, las oposiciones. Estas tenían un grado más de calidad. Conseguías trabajo temporal o para toda la vida si aprobabas el examen que ya era llamado oposición por su importancia. Opositabas, que parece decir que ibas contra alguien, y conseguías una plaza de funcionario público: lo mejor que a lo mejor te podía pasar en la vida. Recuerdo los enjambres de opositores que se disponían ante las aulas donde nos examinábamos y el ambiente agridulce que allí había: nervios pero gran esperanza, preparación y suerte, superación y alegría. Fue todo muy bonito, una época preciosa desde que pisé la facultad. Ahora todo es más previsible, ya no existen los intríngulis de los exámenes.
Si opositas, piensa en el premio.
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