La noche estaba oscura. Rafael miraba por la ventana el rugido de las hojas de los árboles del parque cercano que se juntaba con el rugido de las hojas de los árboles que flanqueaban la acera. Rafael sintió temor: parecía como si un crimen fuera a cometerse. Se oyó un aullido: era su mujer que le mandaba acostar a los niños, no el hombre lobo. Rafael tenía el corazón como una avellana. Acostó a los niños que se enfrentaron a él en sus raídos pijamas.
"Mañana, más", pensó Rafael. El domingo se extinguía en el reloj y la noche avanzaba. Su mujer estudiaba una oposición que no salía nunca. Rafael se preparaba para asumir el trabajo del lunes que estaba esperando en cuanto se levantara de la cama. Los niños eran un problema, el trabajo, otro; la oposición, otro y se atrevía a decir que su mujer el más gordo. Se acostó. A saber cuándo su mujer se metería en la cama. Se durmió pensando en los problemas familiares, uno detrás de otro. En la calle, parecía que se iba a cometer un crimen.
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