Cuando hay un puente, no arquitectónico sino festivo, me pongo nervioso. Primero me da envidia de todas aquellos que salen huyendo de Madrid a las playas y lo que no son las playas. Todo el mundo disfruta de un viaje a la costa, a la montaña, etc. y salen en los telediarios pasándoselo genial. Yo tenía alumnos en el instituto de Majadahonda que me contaban que ese puente habían estado en Londres o Nueva York. Yo flipaba con estas noticias de mis pupilos. Pero cuando era profesor aprovechaba el puente para corregir exámenes y también descansar, pero ahora que no soy profesor, un puente representa para mí un ejercicio de dominar mi envidia, de apelar a la resignación de haberme quedado en Madrid y unos nervios que me dan por saberme tan poco importante y tan poco poderoso como para irme de puente. Achaco todo ello a que soy enfermo mental y no puedo andar de allá para acá sin que se menoscabe mi salud mental. Y lo que consigo con estos ejercicios de refrenamiento de mi impetuosidad por envidia de los demás que se montan en un tren o en un avión es unos nervios y sentirme muy mal porque yo no puedo o no me planteo salir de puente como hacen miles de ciudadanos. Me he tomado esta mañana una manzanilla y después de comer, dos dormodor para ver si dormía la siesta y olvidaba estos pensamientos malos, pero no he dormido. Luego me he tomado otra manzanilla y el efecto retardado de los dormodor han hecho que a eso de las 5 estaba yo muy relajado y he dormido un poco tendido en la cama. La tarde la he pasado sin nervios: claro, el domingo se acaba el puente, todos regresan y todo es ya menos ofensivo para mi persona pensar que ya vuelven. Así que eso me pasa los puentes porque me quedo en Madrid; bueno, en Majadahonda. Y me siento triste y me doy pena por no formar parte de esos que se vana a la playa o a la montaña.
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